Publicado en el suplemento Bellver de Diario de Mallorca el 14/1/10
CINE. El pasado día 11 nos dejó Eric Rohmer. El cineasta francés disfrutó, en Europa sobre todo, del impredecible e innegociable estatus de director de culto. Equivalente a que tenía tantos admiradores como detractores. Entre los primeros se encontraba por ejemplo Quentin Tarantino; en un encuentro con Dennis Hopper, le resumió “Si te gusta una película suya, te gustarán todas”. En el segundo bando estuvo Gene Hackman “Vi una película de Rohmer hace tiempo. Fue como ver secarse la pintura de un cuadro”.
La vida de Rohmer tiene algunos misterios, curiosidades y paradojas. Nació el 21 de marzo o el 4 de abril de 1920 como Maurice Henri Joseph Scherer o Jean Marie Maurice Scherer. Siendo adulto trabajó como profesor de literatura y en 1946 publicó una novela con el seudónimo de Gilbert Cordier. Por esa época se aficionó al cine. En sus frecuentes visitas a la filmoteca de París hizo amistad con el grupo que creó poco después la revista Cahiers du cinema y, cambiando pluma por cámara, la Nouvelle vague. Rohmer les llevaba una década a casi todos ellos, fue el que tardó más en triunfar y el que más prolongó sus éxitos. Otra anécdota, su seudónimo es un homenaje al director Eric von Stroheim y al escritor Sax Rohmer (autor de las novelitas de Fu-Manchú) cuyo apellido también es un seudónimo.
Asumiendo, remarcando, su visión literaria y filosófica del cine, Rohmer planteó y agrupó sus filmes en ciclos temáticos. El primero lo nombró Cuentos morales, y sus obras más destacadas son Mi noche con Maud y La rodilla de Clara. El segundo es más claro aún en sus intenciones, Comedias y proverbios, e incluye filmes memorables como La mujer del aviador, El rayo verde, El amigo de mi amiga y, sobre todo, Pauline en la playa. El tercer ciclo es más terrenal en su denominación, Las cuatro estaciones, pero igual de etéreo en su plasmación. Entre medias una adaptación de un clásico (La Marquesa de O). De su época final destaca La inglesa y el duque, inusual fresco del sanguinario estallido de la Revolución Francesa.
El estilo, la seña de identidad de Rohmer, era la austeridad, cercana al posterior decálogo Dogma: planos medios de cámara para hacerla invisible, música discreta, acciones tan vulgares como caminar, esperar un tren, pasear por la playa; y largas conversaciones, algo literarias pero muy trabajadas para que fueran cotidianas y nada forzadas.
Pauline en la playa, para muchos su título más recordado (incluso hubo un grupo de pop madrileño con ese nombre), es una película de amoríos adolescentes, intranscendentes en apariencia vitales y reales en el fondo, escrita por un guionista-director que en ese momento tenía 63 años. Ese fue posiblemente el éxito de la longevidad creativa de Rohmer. No se hinchó por el éxito, como Godard o Truffaut, y mantuvo la ingenuidad, la curiosidad intelectual y creativa hasta el final. Sus fans seguiremos disfrutando de ver secarse la pintura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario