Publicado en el suplemento Bellver de Diario de Mallorca el 16/5/13
La audiencia del cine se desmorona. Las ventas de libros se despeñan. Los espectadores de teatro se esfuman. Los compradores de discos se volatilizan. Los políticos echan sal (subida de IVA, retirada de subvenciones, contracción de presupuestos) sobre la tierra quemada. El paisaje cultural es desolador. Huele a humo y azufre.
Esta es la impresión más generalizada sobre el estado de la cultura. La de un ente convulso, presa de espasmos. Impresión corroborada por hechos indubitados como el cierre de la distribuidora de cine independiente Alta Films, el exponencial aumento de las devoluciones de libros o las deprimentes cifras de asistencia a cines o teatros. El fin de la cultura. El fin del mundo.
Un editor lo ha definido muy gráficamente: “En España se publican tantos títulos como en Alemania y se lee como en Zambia”. La frase es palmaria, pero trasluce una doble lectura, un universo paralelo. Se lee menos que nunca y se escribe más que nunca. Todos tenemos alguien cercano (un compañero de trabajo, la novia de un amigo) al que le ha dado por escribir una novela y nos consulta cómo sacarla adelante. La autoedición, física o digital, va ganando terreno.
El olimpo de grandes estrellas musicales se va encogiendo pero la informática ha puesto al alcance de cualquiera programas gratuitos o casi para editar música sin pagar a un estudio o productor. En el cine los costes siguen siendo más elevados pero se sigue produciendo mucho. Fenecida Alta Films, nace Betta Pictures, con promotores diferentes pero la misma ilusión por ofrecer cine independiente.
Fuera de España está creciendo el recurso al crowdfunding, las pequeñas donaciones anónimas a cambio de mínimas recompensas (una camiseta, asistencia a pases previos del filme). No es jauja. Rob Thomas o Zach Braff han superado los dos millones de dólares para sus próximas películas a través de Kickstarter (www.kickstarter.com); otros no han alcanzado el mínimo autoimpuesto y se han visto obligados a devolver las donaciones.
Tampoco son novedosos los saltos de un arte a otro. Se conoce bien la faceta musical de Alejandro Amenábar, la novelística de Manuel Gutiérrez Aragón o David Trueba o la alternancia música-pintura de Luis Eduardo Aute. Curioso es el experimento de Steven Soderbergh: Glue, una novela publicada en Twitter (sólo en inglés, recogida en http://storify.comjordanzakarin/steven-soderbergh-stwitter-novella).
Los espasmos de la cultura, como he afirmado arriba, son innegables. Lo que sí es cuestionable es si el paciente está en transito hacia el reino de los muertos o hacia una nueva reencarnación. Las nuevas tecnologías (Internet, los móviles inteligentes, los libros electrónicos o las tabletas) han dejado a la industria cultural como un pulpo con la cabeza vuelta. Los modelos de negocio han quedado obsoletos sin que haya alternativas claras, sólo palos de ciego y golpes de suerte.
Y en la cúspide los más astutos, los intermediarios: Los operadores telefónicos silbando al cielo con el tema de la piratería mientras canalizan el tráfico. Google acaparando las búsquedas. Amazon fomentando que se cree a espuertas. Se lleva comisión (ergo beneficio) por una obra que vende dos millones de ejemplares y por mil obras que venden una docena. No distingue entre triunfadores y perdedores, está en otra liga.
Los damnificados son los que intentan vivir de la cultura, creadores y productores. La clase media, igual que en otros sectores, ha sido arrasada. Pero la ilusión, la vocación, sigue inmune a borrascas y mareas. Unos se rinden al primer revolcón, otros (por inconsciencia o masoquismo) lo siguen intentando y siguen tropezando. A unos pocos (50 sombras de Grey) les toca la lotería. El río está más revuelto que nunca. Y activo. Quedándose en la orilla de brazos cruzados no se pesca nada.
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