lunes, 17 de marzo de 2014

A las órdenes del Papa, al dictado de las audiencias

Publicado en el suplemento Bellver de Diario de Mallorca el 13/3/14

 
LOS TEMPLARIOS Y EL SEPTIMO ARTE

Las ordenes bélicas cristianas de la Edad Media, por sus componentes de acción y misterio mantienen su atractivo para espectadores, lectores y cineastas. Y, por el largo tiempo transcurrido, se aceptan en mayor grado las licencias literarias.

Al calor de las Cruzadas nacieron y se reprodujeron una serie de órdenes que combinaban fundamentos religiosos con formación y determinación guerrera. Los cátaros y occitanos (como explicó Gabriel Alomar en Cátaros y occitanos en el reino de Mallorca) fundamentaban sus principios en el dualismo bien-mal heredero del maniqueísmo oriental. Y en el mysterium iniquitatis, la perplejidad ante la injusticia, el dolor y el hambre generados por la persistencia de los enfrentamientos. Los templarios y la Orden de Malta, por su parte, tuvieron un territorio menos definido y unas ambiciones más desmesuradas. Se ganaron el favor de los papas, asimilaron los principios y fines de la Iglesia Católica y se lanzaron a defenderla con un fervor muy interesado. Digamos, en jerga actual, que los pontífices de entonces 'externalizaron' su ejército y pagaron en función de sus éxitos. Castillos y riquezas tras la victoria, denigración en la derrota.

Esa (relativa) independencia, más su valentía, les ha ganado la simpatía de la gente desde entonces. Fueron los que dieron la cara, los que defendieron Tierra Santa a sangre y espada. Y al asociarse (indirectamente) con el Santo Grial se recubrieron de una pátina adicional de misterio. El cine, como es de imaginar, no ha dejado de resistirse a esa simplificación. Ejemplos, por cronología inversa:

Templario (Jonathan English, 2011) es puro y hueco gore. Muchos espadazos, sangre a borbotones y pocas neuronas en la defensa de un castillo.

Arn, el caballero templario. Sufre la paradoja de lo exótico: para los escandinavos están muy manidas las historias de vikingos y les atraen algo más una, como esta, de un compatriota que busca fortuna y aventuras por tierras santas. Tuvo cierto éxito en el norte y pasó sin pena ni gloria por el resto.

El Reino del cielo (Ridley Scott, 2005) es una muestra más de la decadencia del cineasta inglés. Factura impecable, reparto de primerísima fila (Orlando Bloom, Jeremy Irons, Liam Neeson, Edward Norton, Eva Green) violencia contenida, argumento y personajes con más claroscuros... y no acaba de cuajar. Le falta la magistralidad de sus primeras obras (Blade Runner, Alien, Los duelistas) y la épica de Gladiator.

Saltando varias décadas, un clásico de la literatura de aventuras de todos los tiempos, Ivanhoe de Walter Scott, se ha reencarnado varias veces en la gran pantalla. La más famosa, y que mantiene prácticamente todo su encanto, es la dirigida por Richard Thorpe en 1952, con Robert Taylor, Elizabeth Taylor, Joan Fontaine y George Sanders. 

Y la pequeña pantalla, en formato de mini series o tv movies, también pesca de tiempo en tiempo en este aún no sobreexplotado caladero. Extralimitándonos de orden pero no de época, Excalibur (John Boorman, 1981) ha perdido fuelle con el tiempo pero mantiene cierto gancho, quizás por su acierto el acoplar los coros épicos de Carmina Burana a los momentos álgidos del filme. Y en el bando contrario, se han producido varios filmes realzando la figura de Saladino, el archienemigo de los Templarios.

Dejando aparte el encanto intemporal de Ivanhoe, la obra maestra sobre la época, con las Cruzadas en un engañoso tercer plano, es, seguirá siendo por los siglos de los siglos, El séptimo sello. Bergman supo ver y llegar más lejos que todos los demás. Retrató la convulsa época y condensó su esencia con una metáfora tan simple como una partida de ajedrez. No menciona a los templarios porque al fin y al cabo no dejaron de ser unos peones más, con sus fugaces minutos de gloria.

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