jueves, 19 de julio de 2012

Uno de los nuestros


Publicado en el suplemento Bellver de Diario de Mallorca el 19/7/12

HENRY HILL / GOODFELLAS

Arranco con una disquisición sobre títulos. En 1985 se publicó Wiseguy, un ensayo sobre la mafia neoyorkina escrito por Nicholas Pileggi. Wiseguy se puede traducir como “chico listo”, o espabilado. Scorsese adaptó un lustro después el libro creando una de sus obras maestras, Goodfellas. Literalmente es una derivación slang de “chicos buenos”. En España adaptaron el título como Uno de los nuestros

En los años 80 Pileggi era un periodista especializado en crímenes de la Gran Manzana. Cuando un fiscal le contó que tenía un caso muy atractivo para un libro, la vida de Henry Hill, Pileggi consultó su fichero. Tenía unas pocas líneas sobre él, un gangster de rango medio. Uno más en la plantilla de los Lucchese, una de las familias que luchaban entonces por el poder. Al leer el dossier del fiscal se le pusieron los ojos como platos. 

En la introducción del libro, Pileggi explica por qué el mafioso se mantuvo bajo el radar de los periodistas. Hill descubrió desde joven su vocación por la mala vida. Sin embargo, a pesar de ser muy listo (astuto diría yo) tenía un handicap, la impureza de su sangre, más irlandesa que italiana. Cuando comprobó que no podría superar cierto escalafón en la 'familia', que sólo podía aspirar a fiel escudero mientras los capos se forraban, decidió ir a saco, arramblar todo lo que pudiera a espaldas de ellos. Y por no superar ese escalafón permaneció en el anonimato del gran público. 

Sus aventuras las cuenta de forma magistral Scorsese en la película. Su turbulento amor con Karen Friedman, el sonado robo en las sede americana de Air France, su adicción a la cocaína... Pero se deja algunas en el tintero por falta de metraje. Por ejemplo, que a los 17 años se alistó en el ejército y lo enviaron a Fort Bragg, a cientos de kilómetros de NY. Los fines de semana, aunque tenía permiso, no tenía dinero para viajar y se quedó en el cuartel. Allí comprobó que seguían cocinando para doscientas personas pero sólo comían unas pocas decenas. Sobornó al cocinero, negoció con un restaurante del pueblo más cercano y le vendió la comida sobrante. Cuando le pillaron le expulsaron del ejército; en Nueva York fue recibido por sus compadres como un héroe. Otra: se metió en el negocio de las apuestas en partidos de baloncesto amañados. Lo dejó cuando en un partido en el que tenía comprados a cuatro de los cinco jugadores titulares, el restante y los reservas (sin saber nada) lo ganaron e hicieron perder a Hill y sus adláteres un dineral. 

El acierto de Scorsese en Goodfellas fue representar a Hill de forma cruda y apasionada a la vez. No se las dió de Robin Hood, no fue un cordero agazapado entre lobos, su vida tuvo poco de santificable, llegó a quererlo todo,  dinero, lujo, mujeres; y no tuvo reparos en saltarse la ley y utilizar la violencia por pura codicia. Pero supo rectificar, aunque fuera a la desesperada y por el más puro instinto de supervivencia, denunciando a sus jefes y acogiéndose al programa de testigos protegidos. 

Hace pocos días murió Henry Hill a los 69 años, perplejo de haber durado tanto. En su juventud fue uno de los suyos, de los mafiosi urbanitas. Murió como uno de los nuestros, no limpio del todo pero sí bastante purificado.



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