sábado, 8 de junio de 2013

Adocenados pero vivos y creativos

Publicado en el suplemento Bellver de Diario de Mallorca el 6/6/13

CINE CHINO RECIENTE

Tras el odio visceral, desalmado, desquiciado de Mao Zedong hacia la cultura, la apertura económica promovida por Deng Xiaoping desde los años 80 permitió un leve renacimiento de la cultura y por ende, del cine. Los nuevos dirigentes (culturales) se enfrentaron a un dilema similar al de la manta de longitud insuficiente: si mantenían una férrea censura, Occidente les acusaría de continuísmo con Mao; si abrían demasiado la mano, permitirían un resurgir de la disidencia. Eligieron una tímida y prudente apertura, con algunos nombres destacados.

Yimou Zhang pisó fuerte con el estreno de Sorgo rojo (1987), un espeluznante y emotivo melodrama rural con oda a la resistencia frente a los japoneses en la Segunda Guerra Mundial. Ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín del año siguiente y pusó a el nombre de su director en el olimpo del cine asiático. Le siguieron Semilla de crisantemo (1990) que ganó el premio al mejor director en el Festival de Cannes; y La linterna roja (1991). En ambas, grandes, obras  hurgó en las injusticias de las gobernanzas feudales, sobre todo hacia las mujeres. Tras ese arranque tan espectacular Zhang cedió a los cantos de sirena del establishment cultural de su país, dirigiendo obras mucho más comerciales como Héroe, La casa de las dagas voladoras o La maldición de la flor dorada, tan entretenidas como huecas. En la olimpiada de Beijing ocupó un destacado cargo en el comité organizador que le acarreó no pocos reproches de disidentes y críticos políticos. El año pasado se congració parcialmente con los críticos cinematográficos con Amor bajo el espino blanco, ambientada en la época de la represión cultural de Mao.

Otro director destacado es Kaige Chen. Adiós a mi concubina (1991) fue una película de gran impacto, narrando una compleja historia de amistad, amor y represión en las bambalinas de la Ópera de Pekín. Le siguió otro impactante filme, El emperador y el asesino (1998) ambientado en la época preimperial. Y en 2002 estrenó Together (Juntos) que retrata, sin afilar mucho el cincel, los desequilibrios y los roces de la industrialización acelerada.

A partir de los 90, a la sombra de los citados directores se desarrolló un movimiento similar al neorrealismo de la posguerra mundial, liderado por cineastas como Wang Xiaoshuai (La bicicleta de Pekin), o Jia Zhangke (El mundo), centrado en mostrar la deshumanización del neocapitalismo.

Hace un par de años se estrenó Ciudad de vida y muerte, de Chuan Li. Con un pulso inusitadamente firme cuenta el asedio y brutal sometimiento de la ciudad china de Nanjing en 1937 por parte de los japoneses, que no se privaron de aniquilar a los hombres y prostituir a la fuerza a un altísimo porcentaje de las mujeres. Siendo una gran película, supuso otra hábil jugada de los dirigentes comunistas, ganándose el aplauso de sus ciudadanos al reverdecer un viejo conflicto territorial.

Un tímido intento de apertura fue la participación como coproductores en El tigre y el dragón (1999), del taiwanés Ang Lee, pero el experimento apenas se ha repetido. La disidencia, como se intuye, está amordazada. El laureado artista plástico Ai Wewei intentó vender en su documental Ai Wewei never sorry su lucha davidiana contra el Goliat de la dictadura, pero le perdió su afan de autopublicitarse, y la crítica supuso para los dirigentes poco más que el roce de una ortiga contra un tobillo.

La situación presente del cine del gigante asiático es similar a la de su economía. Sus dirigentes actuales saben que relevar a Hollywood es una quimera, en los países occidentales (Europa, Nortemérica) por el antagonismo de sus culturas; en los países eslavos (Rusia y satélites) por desconfianza territorial; en el resto, por pura distancia física. Por tanto se limitan a mantener la presencia justa que lave un poco su imagen y sacie esporádicamente a los espectadores adictos a las cinematografías exóticas. El mensaje subliminal es: el que quiera conocer nuestra cultura -esterilizada políticamente-, que se acerque; el que quiera buscarnos las cosquillas, que se abstenga. El dilema para el espectador es entrar en ese juego, taparse los ojos ante los más que indicios de opresión política, a cambio de alguna buena película.

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