domingo, 14 de abril de 2013

Sigues siendo grande, Jay


Publicado en el suplemento Bellver de Diario de Mallorca el 11/4/13

EL GRAN GATSBY

 “Y seguimos batiéndonos, barcos contra la corriente, arrastrados incesantemente hacia el pasado.”

Así termina la narración de Nick Carraway en El gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald. En las próximas semanas se estrenará su última adaptación, a cargo del cineasta Baz Luhrmann, y es momento de reflexionar si, o por qué la obra mantiene su vigencia, además de irrrenunciable fascinación.

La obra de Scott Fitzgerald (hay varias reediciones, -Alfaguara, RBA, DeBolsillo- disponibles) es una de las muchas paradojas de su vida. Comenzó a madurarla en 1922 pero no la finalizó hasta 1925, en la cresta de la ola tras los éxitos de A este lado del paraíso y Hermosos y malditos. Pero, como le ocurrió posteriormente con Suave es la noche (o como le ocurrió a Hermann Melville con Moby Dick, y a tantos otros...) la obra no comenzó a ser apreciada hasta décadas después de su fallecimiento. Ambas obras descolocaron a críticos y lectores. Ambas son traicioneras para el lector no avisado. Arrancan con un mundo feliz y cierran con el mundo real. Gente rica divirtiéndose y amándose, gente rica mostrando el fundamento de su riqueza: egoísmo e insolidaridad en dosis equiparables a sus saldos bancarios.

La lectura más superficial de El gran Gatsby se queda en la parábola del insensato que, por amour fou, amasa una fortuna con medios más que sospechosos y ésta le acaba estallando en las manos. Digamos que es un aviso de navegantes, una moraleja al estilo de las parábolas bíblicas o los cuentos de Grimm.

Sin embargo, muestra mucho más. Tom Buchanan, el hombre que representa a las fortunas asentadas, es la representación de la frialdad y falta de escrúpulos de esa casta; su mujer, Daisy, su mujer, de la inconsciencia (da igual que sea femenina o masculina); Jordan Baker, la amante de Nick, el pragmatismo más insensible; Nick Harraway, el narrador, es la impotencia. Y Jay Gatsby, la utopía, el sueño de que esos viejos ricos pueden, ante astucia y carisma, ceder el paso a recién llegados. Esa es la moraleja del libro, que el mundo es muy injusto. Casi un siglo después poco, casi nada, ha cambiado. 

Siendo una obra profunda y atractiva, no ha tenido suerte en su salto a la gran pantalla. Previas a la de Luhrmann sólo hay tres adaptaciones: una cuasi serie B de 1949, dirigida por Eliott Nugent y protagonizada por Alan Ladd; una tv movie del 2000 protagonizada por Toby Stephens y, entre medias, la versión más conocida, dirigida por Jack Clayton en 1974.

La película de Clayton mantiene un cierto aura por los que le siguen en los títulos de crédito, Francis Coppola como guionista, Robert Redford y Mia Farrow en los momentos álgidos de sus carreras frente a las cámaras. Aura que se ha diluido con el paso del tiempo. La mano de Coppola no se ve por ningún lado; sí se ve, se sufre, la obsesión de Clayton por la ambientación y su desprecio por las corrientes subterráneas de la historia.

Roger Ebert, reputado crítico de cine norteamericano recientemente fallecido, recordaba que se tarda casi lo mismo en leer el libro que en ver la película. Es una sugerencia brillante ante la nueva adaptación. Leer, ver, comparar. Juzgar si Luhrmann muestra un gran o un pequeño Gatsby. Si queda hipnotizado por el mariposeo de los felices 20 o sí logra detonar las demoledoras, y más vigentes que nunca, cargas de profundidad lanzadas por Fitzgerald.

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