Publicado en el suplemento Bellver de Diario de Mallorca el 16/9/10
CINE. Tic, tac. El paso del tiempo va reduciendo a la Nouvelle vague a cenizas, literalmente. Todos coinciden ya en que, más que un movimiento, fue un ayuntamiento. Espoleados por André Bazin, Truffaut, Godard, Chabrol, Rivette y el semi intruso Rohmer, se alzaron contra el anquilosado y apolillado cine francés de la posguerra, lo laminaron, se apropiaron de las cámaras y se dispersaron. Godard y Rivette tiraron por el experimentalismo extremo, Resnais buceó en los daños colaterales de los conflictos bélicos, Truffaut sentó e impartió cátedra, Rohmer se refugió en microhistorias intimistas, Chabrol se limitó a asomarse a la ventana de su casa.
Desde esa ventana, desde la farmacia de pueblo que pudo haber regentado de seguir los pasos de su padre, Claude se dedicó durante 52 años y 60 películas, a hurgar y aflorar, abrir y diseccionar en las dobleces, miserias y dobles vidas de la burguesía. Insistió una y otra vez para remarcar, como indica Gutiérrez Aragón, que la ideología burguesa es altamente contagiosa. Fue quizás el alumno más reconocible de Hitchcock (Truffaut, por ego, se desmarcó enseguida y marcó su propio territorio) pero sin llegar a ser un discípulo. Chabrol prescindió de Mcguffins, misterios y persecuciones y se concentró en los conflictos personales. No se complicó la vida en aspectos formales. Su ansia creativa, similar en productividad a la de Woody Allen, le llevaron a escoger el formato más cómodo, planos medios, interiores comunes, exteriores sin complicaciones. Pero sus personajes atrapaban desde el primer momento. En Los primos (su segunda película y Oso de Oro en Berlín) mostró un triángulo amoroso incestuoso, claustrofóbico y desgarrador. Una doble vida es un thriller puro, con amantes asesinadas y cortinas de humo para mantener el hipócrita status quo de los jerifaltes burgueses. En El carnicero apuró la relación entre un asesino y una testigo, con la tensión sobre si habrá delación o silencio, atracción o repulsión. La más reciente Borrachera de poder, con su musa de sus últimos años, Isabelle Huppert, no lleva la historia al extremo de La pianista, de Michael Haneke, pero desarrolla muy bien la frase del barón de Acton sobre lo fácil que es cargar sobre los demás las contradicciones e inseguridades propias. El frenesí del realizador francés le llevó a tocar otros palos como la comedia policíaca (No va más), adaptar clásicos (Madame Bovary) o incluso rodar con Silvia Kristel (Alicia o la última fuga).
Truffaut nos abandonó hace un cuarto de siglo, Rohmer hace unos meses, Chabrol hace unos días. La guadaña no perdona; sus cáusticos retratos de la burguesía no se olvidan.
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