jueves, 20 de febrero de 2014

Juegos no de niños

Publicado en el suplemento Bellver de Diario de Mallorca el 20/2/14






CINE, CINEASTAS Y ABUSOS INFANTILES

La reciente sospecha de abusos sexuales a una hijastra por parte de Woody Allen coincide con el interés reciente del cine sobre el tema y el conflicto ético que generan las acusaciones no contrastadas.
Una niña acusa injustamente a su profesor de abusos sexuales. Dos hermanos, rondando la treintena, aprovechan una reunión familiar para denunciar que fueron víctimas, cuando eran jóvenes, de abusos sexuales por parte de su padre. El primer enunciado es el argumento de La caza (Thomas Vinterberg, 2013), el segundo, el de Celebración (Thomas Vinterberg, 1998).

Además, es un enunciado casi idéntico a las recientes y reales acusaciones de Dylan Farrow contra su padrastro, Woody Allen. Al mismo tiempo, Roman Polanski sigue sin poder pisar suelo estadounidense por un caso parecido, resuelto hace muchos años con un acuerdo extrajudicial pero reabierto posteriormente por otro juez.

El tema de los abusos sexuales a menores es muy espinoso. Pero examinándolo, como Vinterberg u otros cineastas, desde varios ángulos se puede hacer una composición de lugar un poco más fiel.
La caza propone una hipótesis inquietante y muy plausible: si un niño denuncia abusos, se le concede automáticamente la presunción de veracidad; y al denunciado se le niega la presunción de inocencia antes de investigar con rigor los hechos. El protagonista de Celebración o Dylan Farrow encarnan un supuesto antagónico: por inseguridad, miedo y desórdenes psicológicos las víctimas tardaron mucho en denunciar los hechos, y al hacerlo no aportan pruebas. Dylan Farrow sostiene que su padrastro, por ser muy famoso y mostrar gran sensibilidad hacia la especie humana en sus películas, goza de una inmerecida presunción de inocencia.

Hay una espesa escala de grises. El sentido común impulsa a descartar los extremos, y en este caso, si la acusación de Dylan Farrow es infundada, cuesta discernir por qué la ha lanzado, en qué tipo de vendetta se ha embarcado. Si hay algo de cierto, aunque es muy improbable que la justicia reabra el caso, obliga a distanciarse del director. Polanski, por su parte, reconoció su delito, considera que está zanjado judicialmente y pide que le dejen vivir, que no le persigan hasta la tumba por ese error. Michael Jackson se fue a la tumba con insistentes rumores de similar, execrable, afición.

Los niños, por su fragilidad física e indefensión, merecen la máxima protección. Pero al mismo tiempo aprenden rápido el arte de la manipulación. La justicia, como tantas cosas en el mundo, es imperfecta. En el caso de Woody Allen se podría pensar que hay una corriente a su favor. Pero acusarle sin pruebas es más injusto aún.

El mismo tema se trata en la española No tengas miedo (Montxo Armendariz, 2011) y fue una trama secundaria en la exitosa trilogía de Stieg Larsson. También se incluye en la americana El leñador (Nicole Kassell, 2004), sobre la complicadísima reinserción de un convicto por pedofilia que ha cumplido su condena. Esa variación del tema, la expiación de un reo, es muy interesante. Lo vimos en la incómodísima, pero imprescindible, Caído del cielo (Dennis Hopper, 1980) o en Lord Jim, la magistral novela de Joseph Conrad con varias adaptaciones a la gran pantalla.

Volviendo con los abusos a infantes, la ausencia en muchos casos de un veredicto definitivo, la permanencia de sombras o dudas, provocan un conflicto lateral: ¿Debemos -los aficionados al cine- separar vida y obra de los profesionales cuyo comportamiento está en entredicho? Se nos pone entre la espada y la pared: entrar en el juego del sensacionalismo y el revanchismo, basado en pruebas endebles o dudosas. O mirar hacia otro lado (y por tanto ser cómplices indirectos) caso de que esos delitos, absolutamente inmorales, hubieran ocurrido. Complicado, muy complicado.

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