CINE. Desde que Fernando Trueba recibió el Oscar, muchos equiparamos al altísimo, en Semana Santa, en Navidad o cada vez que alguien clama al cielo, con Billy Wilder. Y es curioso que el director austriaco es uno de los pocos grandes directores que no han sentido la tentación de embarcarse en un relato sobre el fundador del cristianismo.
El cine bíblico comienza al mismo tiempo que el propio cine. En 1898 Louis Lumiere y Georges Hatot crearon La vie et passion de Jesús-Christ. En la primera época dorada del cine, D. W. Griffith, tras el éxito de la protofascista El nacimiento de una nación, se lanzó a otra mega producción, Intolerancia (1916), con cuatro historias entremezcladas de las cuales una trata la pasión de Cristo. En los años 50 y 60 llegó la época dorada de ese género. Los diez mandamientos (Cecil B. de Mille, 1956) dio el trompetazo de salida con un soberbio Charlton Heston encarnando a Moisés. Le siguieron Ben-Hur (William Wyler, 1959), con sus espectaculares carreras de cuádrigas y las penas de, otra vez magnífico, Charlton Heston en las galeras; Rey de Reyes (Nicolas Ray, 1961), Barrabás (Richard Fleiser, 1961) y La historia más grande jamás contada (George Stevens, 1965). Entre medias, una obra atípica, la neorrealista y fiel El Evangelio según San Mateo (1963) del ateo confeso Pier Paolo Pasolini.
En la década siguiente el género languideció pero trajo varias obras a contra corriente que levantaron pasiones por motivos distintos. Jesucristo Superstar (1973) logró que hasta los aconfesionales puros se contagiaran de melodías pegadizas como Hosanna. La vida de Brian (1979) irritó a los meapilas con un anticristo bobo, patoso y cobarde. Es una de las mejores comedias de la historia, redonda desde el inicio (los Reyes Magos equivocándose de choza) hasta el final (los crucificados silbando Always look at the bright side of life); con hilarantes hallazgos como los nombres de los personajes (Pijus Magníficus), la tartamudez del general romano, profusión de gags y diálogos memorables, y el desvarío de los marcianos.
Las dos últimas décadas han traído dos dramas polémicos por motivos distintos. Scorsese, adaptando la novela de Nikos Kazantzakis La última tentación de Cristo, (1988) profundizó en los momentos de máxima debilidad y humanidad de Jesús y levantó ampollas por la breve y casta escena amorosa. Mel Gibson en La pasión de Cristo (2004) se regodeó con el sufrimiento del Mesías y atacó sin rubor a los judíos.
La moraleja de este repaso histórico es que la historia del cristianismo sigue levantando pasiones en la gran pantalla. Los seguidores fieles se identifican con las versiones más puristas, como los clásicos de Stevens, de Mille, o la carnal recreación de Mel Gibson. Los infieles empatizan con el humanismo de Scorsese o la chanza libertina de los Monty Python. No es un género de moda, por la hipersensibilidad de los espectadores y el miedo escénico de los productores. Al mismo tiempo esos obstáculos son, y seguirán siendo, un acicate para los cineastas más ambiciosos.
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