CINE. Los científicos provocan limitadas pasiones en los cineastas. El pueblo, la audiencia mayoritaria, quiere acción, sangre, misterio, amor. Alan Alda lo definió con gracia en su comedia Sweet liberty: “Quieren rebelión a la autoridad, destrucción de la propiedad y que todo el mundo acabe en bolas”. La vida del renombrado científico italiano sólo cumple el primero de los requisitos.
El mayor problema de Galileo ante las cámaras es de fotogenia. Los retratos lo pintan como el prototipo de sesudo científico, y además mayor de edad (cuando colmó la paciencia de los inquisidores tenía casi setenta años). George Clooney o Hugh Jackman en su piel; incluso envejecidos con maquillaje provocarían la chirigota de los espectadores. Más notas antidramáticas: no vivió una vida de aventuras. Pasó gran parte de su existencia con el ojo pegado al telescopio y la mano agarrada a la pluma haciendo los complejos cálculos necesarios para confirmar sus teorías. Su momento cumbre, el choque con el Santo Oficio, fue más burocrático que dinámico. No derivó en insufribles torturas ni en una ejemplarizante visita al cadalso; su condena se redujo a un arresto domiciliario y la obligación de rezar una vez por semana los siete salmos penitenciales durante tres años. Sus amoríos se redujeron al soso amancebamiento con Marina Gamba, con la que tuvo tres hijos sin llegar a casarse ni a vivir juntos. Y, para rematarlo, resulta que el famoso Eppur si muove jamás fue pronunciado por él, sino que fue inventado por un periodista.
Ante este panorama sorprende que dos buenos directores se interesaran por Galileo. En el albor del cine hubo un primer filme (Galileo Galilei, Luigi Maggi, 1909) En 1943 Charles Laughton ayudó a Bertolt Brecht a mejorar la obra de teatro escrita años antes por el alemán (La vida de Galileo) en lo que a partir de ese momento pasó a ser el texto estándar de la obra. Fue adaptada dos veces por Joseph Losey: un mediometraje de media hora (1947) dirigido a medias por Losey y Ruth Berlau y protagonizado por Laughton. En 1974 Losey estiró la obra hasta un largometraje, encabezado por el actor israelí Topol. Pocos años antes, la italiana Liliana Cavani también se pasó a la gran pantalla al científico (Galileo, 1969).
Ambos biopics no están entre lo más destacado de sus directores, lo que confirma que no hay materia prima para un pelotazo tipo Amadeus. O alguien se anima a hacer una versión de Shakespeare in love cambiando al dramaturgo por el astrónomo o, me temo, seguirá condenado en los siglos venideros al ostracismo de las bibliotecas y los textos escolares.
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